Llevo varios días sin internet, y escribir desde el móvil no era una opción que me gustara demasiado. Mi nochevieja fue bastante buena, en la línea de las últimas, salvo aquella que me pilló en pleno batacazo emocional. Este año no me quería complicar con el disfraz, que el año pasado el curro y el gasto merecieron la pena pero fueron importantes. Así que, aunque nadie quiso apuntarse conmigo, este año tocó de Blues Brother, el traje de las bodas, un gorro de los chinos, y unas gafas de cine 3D cuyo parecido a las de la peli es sorprendente. Ah, y mi nombre escrito en los dedos, además de sendas bandas sonoras en el móvil.
Pero claro, el alma de la fiesta fueron cuatro de mis amigos que se vistieron de sevillanas, rumbeando y taconeando de forma folklórica toda la noche. Me dijeron de ir así también, pero todavía me queda dignidad que mantener y una novia a la que no quisiera espantar.

El disfraz más impresionante de la noche: Un tío que iba del cabeza piramidal de Silent Hill.
Por segundo año, la tele se apagó justo después de los cuartos, así que tuvimos que improvisar las campanadas a grito pelado. Pero cuando yo grité cuatro, y detrás de mí escuché once, lo mandé a cagar y le las comí de golpe. El resto de la noche muy divertida, incluso reconciliandome con un amigo con el que, aunque nunca hubo mal rollo, yo sabía que por yo tener novia, y que siguen haciendo las mismas cosas frikis desde hace 10 años y me aburren, no les veo tanto y eso no les sentaba bien. Un buen momento Gintonic en mano para dejar las cosas claras por ambas partes y de la mejor forma posible, entre risas y abrazos.
Al finalizar la noche, busqué a mi novia, saludé a sus amigos, ella a los míos, y ya en breve la acompañé a casa, donde tuvimos la tertulia de rigor enseñandonos los videos que habíamos hecho durante la noche y contando anécdotas.
Ayer por supuesto tocaba resaca. Y hoy lamentarme por lo de Rogelio, que acabo de enterarme.