Reproduzco un artículo sobre el español en el cine que pienso que puede resultar de interés. Un saludo cordial.
La historia del cine es un compendio de turbulencias, como la del mundo. Las mismas razones económicas, políticas y religiosas que a sangre y fuego han ido transformando nuestro mundo, se han sintetizado en el poco más de un siglo de existencia del cine.
En Estados Unidos, durante la década de los años diez, se liaron a tiros con la llamada «guerra de las patentes», en la que sabios rivales y sus bandas se enfrentaban para regentar en exclusiva el invento de los franceses hermanos Lumiére. Todo por la pasta. Y se originó otra guerra, esta vez sin sangre, por la invención del cine sonoro, allá por 1927. Una revolución.
Previamente había habido numerosos intentos para hacer hablar al cine, pero no fue hasta la aparición de El cantor de jazz (The Jazz Singer, de Alan Crosland, con el cantante blanco pintado de negro Al Jonson), cuando el arte cinematográfico se hizo plenamente adulto. Imagen y palabra a la vez. Cierto es que las primeras experiencias no resultaron plenamente satisfactorias: esa misma película se estrenaría dos años más tarde aprovechando las mejoras técnicas con el título El ídolo de Broadway.
El cine sonoro fue una revolución que asombró a los espectadores... y que dio al traste con la carrera de varios grandes divos de la pantalla. Se les habían acabado para siempre los letreros explicativos y, en su lugar, ellos mismos tenían que expresarse con su voz. Ocurrió que algunas de sus voces resultaban ridículas, por lo que actores o actrices quedaban trasnochados: «Todo intérprete que no tuviera una buena dicción podía dar por terminada su carrera. Se cancelaron contratos (...), y muchas estrellas se apagaron para siempre, mientras que a su vez surgía una multitud de cantantes, directores de teatro e ingenieros de sonido que entraban en nómina en los estudios por todo lo alto».
Eran turbulencias que afectaban directamente a la industria cinematográfica de Hollywood. Ninguna como ella había logrado penetrar tantos mercados extranjeros, especialmente en Europa. La Primera Guerra Mundial había disminuido la producción de películas en los estudios europeos, por mucho que permaneciera el ansia de los espectadores por seguir disfrutando de las fantasías del cine... El vacío fue hábilmente cubierto por películas norteamericanas. En cualquier lugar del mundo se admiraba a Rodolfo Valentino o a Lilian Gish, a Clara Bow o a Greta Garbo, en ocasiones más aún que a los artistas locales, es decir, el público de todo el mundo disfrutaba preferentemente de las estrellas que ahora debían comenzar a hablar por sí mismas.
¿Pero en qué lengua? ¿Cómo podría Hollywood seguir siendo el rey del mercado internacional si el espectador de cada país pretendía oír las películas en su propio idioma? ¿Cómo satisfacerles?2 El lector avisado estará al tanto de que la invención del sonoro no acarreó automáticamente la del doblaje. En aquellos comienzos la toma de sonido era directa. Cada actor o actriz sólo tenía que expresarse con su propia voz. Ya no bastaba con traducir los intertítulos a distintos idiomas.
La invención del sonoro supuso un grave peligro para la hegemonía de Hollywood ya que en cada país tendrían ahora más éxito las películas directamente habladas en la lengua propia, mientras que las norteamericanas sólo se exhibían en inglés. Si nos detenemos en el caso de España, donde el número de analfabetos en los años veinte y primeros treinta era de los más altos de Europa, parecía obvio que los espectadores iban a preferir las películas habladas en español. ¡Cómo comparar a la espléndida hispanoparlante Imperio Argentina de La hermana San Sulpicio (Florián Rey, 1927) con la hierática sueca Greta Garbo que hablaba en inglés en Anna Karenina (Edmund Goulding, 1927), por citar dos películas del mismo año! En Hollywood sonó la alerta roja. La mayor parte de sus ingresos había provenido hasta entonces del comercio exterior. La rueda no debía detenerse.
Los productores norteamericanos han demostrado ser comerciantes ambiciosos e implacables, gentes de soluciones drásticas. Siguen siéndolo. ¿Cómo podían atajar la competencia? Lo vieron claro: anulándola. Ni cortos ni perezosos, los comerciantes de Hollywood decidieron producir ellos mismos las películas europeas y latinoamericanas y nada mejor para ello que contratar a las estrellas más populares de cada país. Tanto en Hollywood como en los estudios parisinos de Joinville, innumerables figuras de prestigio en sus países de origen, entre ellas las más populares del cine español, mexicano y argentino, interpretaron versiones hispanas de los éxitos norteamericanos.
Al no existir el doblaje, cada película se filmaba tantas veces como países (o lenguas) fueran a consumirla. Cada secuencia se repetía una y otra vez cambiando a los actores en cada toma o, según el presupuesto, filmando íntegramente cada versión de forma autónoma, específicamente para cada país (o para cada lengua).
Dicen los historiadores que las versiones en habla hispana se filmaban con presupuestos ínfimos y que, en consecuencia, el resultado era siempre extraordinariamente cutre. La verdad es que hoy da cierta vergüenza ver algunas de ellas. Como ejemplo viene bien recordar la hilarante versión hispana de Drácula, la obra maestra que Tod Browning dirigió en 1931, interpretada por Carlos Villarías en el papel del conde, que en la versión norteamericana representó nada menos que Bela Lugosi. Otro buen ejemplo es la encarnación que del detective chino Charlie Chan hizo el español Manuel Arbó emulando al norteamericano Warner Oland. Según algunos de esos historiadores con un sentido del humor del que desgraciadamente no suelen ser conscientes, algunas de esas versiones hispanas fueron en muchos aspectos mejores que las originales. Así, por ejemplo, Florentino Hernández Girbal, que en una entrevista a Manuel Arbó-Charlie Chan, le confesó con entusiasmo: «Es cierto que Warner Oland creó ese detective en la pantalla, pero usted, al hacer la versión española, tuvo un gran triunfo, igualándole en calidad. Ya nadie concebiría a Charlie Chan más que encarnado por usted».
No sólo Imperio Argentina, sino también Miguel Ligero, Rosita Díaz Gimeno, Rafael Rivelles, Ernesto Vilches, Luana Alcañiz, Conchita Montenegro, José Nieto, María Fernanda Ladrón de Guevara, Catalina Bárcena, Antoñita Colomé o Roberto Rey, entre otros, que habían triunfado en el cine y el teatro españoles, fueron contratados para rodar en California o en los estudios Joinville. Y junto a ellos, otras estrellas de países latinoamericanos: Dolores del Río, Lupita Tovar, Rosita Moreno, José Mojica, Carlos Gardel, Luis Antonio Dámaso Alonso (más tarde Gilbert Roland)... El expolio no se detuvo ahí, sino que se extendió a la contratación de dramaturgos y literatos para que se responsabilizaran de las adaptaciones al castellano. Por parte española, Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville, José López Rubio, Gregorio Martínez Sierra, Antonio Lara Tono...
El expolio, «una forma de penetración ideológica», fue denunciado por algunos intelectuales: «Los americanos tratan de imponernos a través del cine un estilo de vida y su manera de comportarse, como medio de propaganda e influencia. Si no tomamos medidas proteccionistas, los yanquis se apoderarán de nuestros cines, de nuestras empresas, de nuestra industria cinematográfica».
También los industriales, por su parte, pusieron el grito en el cielo. Véase el cartel anunciador de los nuevos estudios ECESA en Aranjuez con el que se publicitó un viaje como campaña de propaganda para la suscripción de acciones5. Tiene gracia (y a la vez espeluzna) que esta declaración de 1929 pueda suscribirse literalmente en el día de hoy. Lo que entonces pareció «una insensata y equivocada argucia de penetración colonialista»6, ha demostrado su eficacia: prácticamente la totalidad de las diferentes cinematografías nacionales se han visto mermadas, y hasta han llegado a desaparecer en algunos países, como consecuencia de la despiadada imposición del cine producido en Estados Unidos.
En parte animados por esta inquietud, algunos de los escritores españoles contratados en Hollywood propusieron realizar expresamente películas para el mercado latino y no limitarse a traducir o adaptar los diálogos de las películas norteamericanas que se repetían en español. Quisieron que el capital yanqui produjera también cintas que los estadounidenses nunca verían, pero sí los espectadores hispanoparlantes. Fue el dramaturgo José López Rubio el más combativo en este sentido, secundado por Edgar Neville y Enrique Jardiel Poncela. Surgieron así Julieta compra un hijo; Señora casada necesita marido; Rosa de Francia; La Cruz y la Espada, y especialmente Angelina o el honor de un brigadier (1935), obra de teatro original de Enrique Jardiel Poncela que dirigió Louis King, y que los historiadores suelen considerar como la más interesante de ese período: «El más insólito, audaz, extravagante y peregrino experimento realizado en los estudios de Hollywood. ¿Cómo es posible que los sesudos responsables de la Fox permitieran hacer una película en castellano, pero dialogada en verso... en escandalosos ripios?».
Lo contó con conocimiento de causa el propio José López Rubio: «El que se hablara en verso era una cosa que los americanos no entendían; yo defendí que la gracia estaba en el verso, en prosa no tenía ninguna gracia. En Angelina o el honor de un brigadier actuaba la condesa Rina de Liguoro. Fue una famosa actriz del cine italiano; debido a su fuerte acento, Jardiel cambió un poco el personaje, naturalizándolo italiano, y escribiendo nuevos versos. Por ejemplo, recuerdo que puso estos versos que no figuran en las ediciones de la obra: «Yo soy la madre y el aliento / para el amor y el deseo. / Nací en Italia, en Sorrento; / vine a España en el momento / en que reinaba Amadeo».
¿Sería ése el origen de la primera guerra del español? ¿La famosa «guerra de la zeta»? ¿En qué tipo de español debían rodarse las películas? ¿En el de España con su «ceceo», en el «seseo» de Argentina o México...? ¿Había que decir «piscina», «pileta» o «alberca»? ¿Â«Vos» o «tú»? Aunque en Hollywood no fuera una guerra de larga duración, ya que en 1932 se clausuró el proyecto de las versiones autóctonas, quedaron definidas las bases del conflicto. La crisis económica que se vivió al comienzo de la década de los treinta en Estados Unidos dio al traste con las contrataciones de hispanos. ¡Todos a casa! Por si fuera poco, el doblaje iba a hacer su aparición enseguida tal como los experimentos prometían. Los escritores locales podrían continuar sus adaptaciones de diálogos en su tierra, y los actores, en lugar de aparecer en pantalla, podrían vender sus voces a los actores norteamericanos. Las dobles versiones habían muerto. Hollywood sabía ya cuál iba a ser su nueva forma de explotación.
