Noche del viernes. Tres de la mañana. La Roseñora (de visita durante el finde) y yo tratamos de dormir, pero es complicado dado que mi nunca bien ponderado compañero de piso ecuatoriano y su amigo-que-siempre-viene-los-fines-de-semana-y-se-pasan-de-fiesta-en-el-salón-toda-la-noche no ven problema alguno en hablar a voces en el cuarto inmediatamente contiguo. Hablan de salir de juerga, y la Roseñora asegura que detectaba un deje de despecho amoroso en mi nunca bien ponderado compañero de piso ecuatoriano, quien teóricamente tiene novia allá en Sudamérica. Hablan de sonreir a todas las chicas que se encuentren a cambio de una copa o algo así. Se van y por fin podemos dormir.
Siete de la mañana aproximadamente. Estruendo en la casa. Se abre la puerta, mi nunca bien ponderado compañero de piso ecuatoriano y su rudoso amigo han vuelto muy festivos y acompañados, lo que se deduce de los infernales taconazos arriba y abajo por los pasillos. Deduzco que han vuelto con sus malditas amigas, y todos están alegres y borrachos. Nada fuera de lo común por ahora, desgraciadamente no suelen preocuparse mucho por a quién puedan despertar a ciertas horas (pese a que se me han quejado porque suelo silbar mientras limpio la cocina a las once de la mañana antes de irme al trabajo).
Los cuatro se van a celebrarlo, pero no al salón, sino al cuarto de él, el inmediatamente contiguo. Saco los tapones de cera de emergencia para los oidos, para la Roseñora y para mí. Pero las voces de las chicas son anormalmente altas, y aunque están mitigadas por los tapones, algo me dice que no parecen estar riéndose. Nos quitamos los tapones y escuchamos unas voces femeninas histéricas que gritan en un español deficiente: "¡mi dinero! ¡tú decías me darías mi dinero!". Salen del cuarto, entran, gritan, taconazos por aquí, berridos por allá, acusaciones de robo con acento ecuatoriano, relativo silencio, risas al otro lado de la pared. Salgo de nuestro fortín como un ninja silencioso, voy hasta el salón para coger mi cartera y vuelvo a la habitación. Seguimos escuchando atentamente. Vuelve a desencadenarse la ira. "¡Tú boracho! ¡No concentra, no levanta!" Insisto en el hecho de que mi nunca bien ponderado compañero de piso ecuatoriano y su amigo están con sus ¿amigas? en la misma habitación.
La acción se traslada al pasillo. Taconazos, forcejeos, acusaciones de robo más furiosas enfrentadas a la exigencia de pago por servicios, ruido de vasos rotos sin control. Los gritos van ascendiendo desde "yo llamo a policía" a "¿de dónde has cogido ese dinero?", a "yo dije que yo cara" y a "tú paga porque yo tengo dos hijas o juro mato" y finalmente o "Dios, cuidado, ha cogido un cuchillo". Por suerte para Ana y para mí, tenemos restos de la lasaña de anoche en la habitación y también nos trajimos la tele para ver películas. Podíamos sobrevivir allí indefinidamente, si obviamos el penoso trámite de usar la ventana como váter.
Los gritos se mantienen en el mismo bucle ("tú paga", "dime de dónde has cogido ese dinero", "en calle, yo juro", "no me mientas", "tengo dos hijas"), que va en fade out poco a poco hasta que, asumo, las ¿amigas? se fueron. Eran las nueve y Ana y yo ya no estábamos como para dormir, así que nos pusimos a ver Casino.
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